miércoles, 30 de abril de 2008

Nóesis, diánoia, pístis, eikasía

“-Lo has entendido -dije- con toda perfección. Ahora aplícame a los cuatro segmentos estas cuatro operaciones que realiza el alma: la inteligencia, al más elevado; el pensamiento, al segundo; al tercero dale la creencia y al último la imaginación; y ponlos en orden, considerando que cada uno de ellos participa tanto más de la claridad cuanto más participen de la verdad los objetos a que se aplica.
-Ya lo comprendo -dijo-; estoy de acuerdo y los ordeno como dices.”

Platón, La república 511e

sábado, 26 de abril de 2008

Ser y deber ser: Wittgenstein y la ética sobrenatural

En su Conferencia sobre Ética (el manuscrito no llevaba título, comocallado por el autor), Wittgenstein en principio acuerda con G. E. Moore que toda investigación de la ética es investigación sobre lo bueno. Pero es posible agregar que la ética puede ser investigación de diversos "objetos": de lo valioso, de lo realmente importante, del significado de la vida, o de la manera correcta de vivir. A partir de este momento casi diaporemático de la exposición, operará una distinción fundamental entre estas expresiones. En un sentido trivial o relativo, dice Wittgenstein, una joya tiene valor, no resfriarse es importante, una silla es buena, una carretera es correcta: todo esto alude a propósitos o estándares predeterminados. En otro sentido, en cambio, tienen lugar los jucios absolutos, como se sigue en el ejemplo del siguiente diálogo: «Sé que mi conducta es mala, pero no quiero comportarme mejor». «Bien, usted debería desear comportarse mejor». Así como vemos que los juicios relativos refieren a hechos, nos preguntamos de qué manera los juicios absolutos de la ética podrían contar con proposiciones y hablar con sentido acerca de su "objeto": "Nuestras palabras, usadas tal como lo hacemos en la ciencia, son recipientes capaces solamente de contener y transmitir significado y sentido,

significado y sentido naturales. La ética, de ser algo, es sobrenatural y nuestras palabras sólo expresan hechos".
En el ámbito de la ética, como así también en la religión, la metafísica y la estética, lo que está en juego es el mal uso de nuestro lenguaje. En éstos las expresiones no son sino símiles de expresiones relativas o triviales. Pero ¿qué queda si se renuncia al uso del símil? Siendo este símil, símil de algo, la pregunta es qué es lo que queda que pueda ser descripto directamente en términos del lenguaje natural. Y la respuesta es que no quedan hechos y toda expresión a partir de esto es carente de sentido: "[...] no sólo que ninguna descripción que pueda imaginar sería apta para describir lo que entiendo por valor absoluto, sino que rechazaría ab initio cualquier descripción significativa que alguien pudiera posiblemente sugerir por razón de su significación. Es decir: veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia. Porque lo único que yo pretendía con ellas era, precisa mente, ir más allá del mundo, lo cual es lo mismo que ir más allá del lenguaje significativo. Mi único propósito -y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o religión- es arremeter contra los límites del lenguaje."
La ética, en suma, es inexpresable, y es en el énfasis de la última y célebre línea del Tractatus donde volvemos a ver el alcance de ello: "De lo que no se puede hablar, es mejor callar."


domingo, 20 de abril de 2008

El valor del mundo

El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor.
Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de todo lo que ocurre y de todo ser-así. Pues todo lo que ocurre y todo ser-así son casuales.
Lo que lo hace no casual no puede quedar en el mundo, pues de otro modo sería a su vez casual.
Debe quedar fuera del mundo.

Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, 6.41

Ser y deber ser en Hume

Es célebre la enunciación que hace David Hume donde da cuenta del pasaje entre el ser y el deber ser. El problema ha sido extensamente discutido en el ámbito de la ética filosófica. La ilicitud de derivar de la descripción del ser la normativa del deber, ha dado pie a la famosa objeción que G. E. Moore de la falacia naturalista.
Bien es sabida la reacción que Hume ofrece al racionalismo. En su teoría del conocimiento enunciada sobre todo en Investigación sobre el conocimiento humano, cuestiona profusamente las tradicionales concepciones de sustancia y causalidad, entre otras. Ante todo sostiene que aquello que está fuera del alcance del conocimiento empírico nos está vedado. Es por ello que denuncia la metafísica "abstrusa y abstracta" donde nociones como la sustancia y la causalidad han tenido asidero.
Sabemos que para Hume el conocimiento nace de las percepciones, distinguiendo entre éstas impresiones e ideas. El criterio de esta distinción es de acuerdo a la fuerza y vivacidad que la percepción tenga. De modo que las impresiones son las que mayor fuerza y vivacidad tendrán y las ideas menor fuerza y vivacidad. Esto nos interesa puesto que sitúa a las sensaciones, sentimientos y emociones dentro del ámbito de las impresiones que llamará el sentir: frente a éste el pensar (dentro del cual incluye conceptos y pensamientos) queda subordinado.
En el Tratado de la naturaleza humana (que tiene por curioso subtitulo Intento de introducir el método experimental en cuestiones morales) plantea el objetivo de dar cuenta de la acción humana. En la introducción misma de este tratado insiste en no ir más allá de la experiencia. Se trate de la naturaleza humana o la naturaleza corpórea no se pueden hacer hipótesis sin testeo empírico. Ambos objetos no serán abordados sino por el método experimental observacional: para la primera prescribe una observación cuidadosa de la vida humana.
Hume observará que las leyes naturales son del mismo tipo que las leyes morales. Una y otra legalidad son contingentes y la razón no puede por sí misma dar cuenta de las mismas. Como no es posible el conocimiento a priori se trata de observar ciertas conjunciones constantes en un momento dado. Nos interesa el sentido en que las cuestiones morales siguen la misma suerte que las relaciones causales naturales, en virtud de los términos que Hume designa, es decir motivos y acciones.
Ahora bien, estas cadenas de motivos y acciones no pueden estar basadas en la razón. La razón por sí misma no sólo es incapaz de ser fuerza motivante para la acción, sino que además no tiene competencia en la atribución de valoración moral alguna. En cambio son los sentimientos los que compelen a obrar y los que otorgan valor moral a la acción. Y es en los sentimientos donde reside la fuente de moralidad en el pensamiento humeano.
La aprobación o desaprobación de los actos humanos se inscriben en el principio de simpatía donde el hombre en busca del hombre, escapa de sus consideraciones singulares, de su insularidad y va en busca de la anuencia de las experiencias ajenas en una trama de cooperación y solidaridad. Son los sentimientos naturales los que motorizan el escape de un virtual estado de naturaleza solipsista. Por tanto, son los sentimientos morales por los cuales consideramos que es bueno aquello que lleva a la paz y a la cohesión pública, y consideramos vicioso o malo a aquello que destruye la paz: lo mismo ocurre, afirma Hume, con el mal moral que con el físico.
El sentimiento es expresión de la misma naturaleza humana común a todo hombre y es aquí donde radica la fuente de moralidad posible. Este sentimiento de humanidad es universal.
La razón es así esclava de las pasiones: no puede motivar la acción, no puede justificar la valoración de nuestras acciones, no puede dar cuenta de un sistema de creencias humanas. En el haz de percepciones la razón es, de acuerdo a una serie de definciones que Hume establece en el Tratado de la naturaleza humana, una especie de sensación o como dice más enfáticamente una especie de instinto que la naturaleza va configurando con el concurso de las experiencias. Ya no tiene la preeminencia que predica el dogmatismo. Hume acentúa aún más el carácter dominante del sentimiento sobre la razón. Aprobar o desaprobar algo es tener una percepción en la mente y es por ello que el esfuerzo de la reflexión moral se orienta en esa tipificación. Un juicio moral no es sino una impresión que se presenta y no una idea. Es por ello que la fuente de la moralidad es situada en el ámbito de los sentimientos humanos. El tema es saber qué es lo que atribuimos a una acción cuando decimos que es virtuosa y de qué manera formulamos nuestros juicios sobre moralidad. El sentimiento de simpatía se releva en la cuestión de hecho en la que toda utilidad es agradable.
Ahora bien, la razón no es expulsada del ámbito de la ética. Asume un papel mediador, y pese al carácter simplemente instrumental, puede dar cuenta de los riesgos del subjetivismo y de la arbitrariedad que pueden darse en el ámbito humano.
Al final de la sección I del libro III del Tratado Hume se atreve a recomendar a los lectores de percatarse del paso imperceptible del ser o no ser al debe ser o no debe ser: estos últimos términos expresan una relación, una afirmacion totalmente inconcebible en virtud de ser diversa respecto de las primeras. No hay explicación, a primera vista de tal derivación, del hecho descriptivo al juicio de valor.


martes, 15 de abril de 2008

La "buena acción" y el imperativo categórico kantianos

En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant aduce que la buena acción es aquella que emana del deber. El deber es una forma y como tal su inscripción no es menos nouménica que el “como si” de la libertad (aquella "causa incausada") que hace posible la disposición racional del deber. Puede que obremos conforme al deber, haciéndonos eco de nuestra atención a las inclinaciones o intereses naturales. Pero por deber obramos de manera incondicionada: como mandato de la razón que se constituye en el imperativo categórico en virtud de nuestra autonomía.
Objetivamente el deber es nuestra manera de obligarnos a obrar tal se expresa éste en el imperativo categórico (los imperativos categóricos se corresponden ineludiblemente con el deber: no es el caso de los imperativos hipotéticos los cuales pueden no corresponderse con la forma del deber) En el ámbito subjetivo se traduce por el respeto puro por la ley. La necesidad de este respeto constituye el deber y omite toda valoración condescendiente con cualquier tipo de inclinación natural sensible.
Hay la necesidad de la acción por respeto a la ley, esto es disponiéndose a lo que la ley es por sí misma, nunca en procura por tal o cual efecto, prescindiendo de la consideración calculativa de las inclinaciones del ámbito natural. Esta representación de la ley en sí misma no es sino competencia del ámbito de la razón práctica. El deber como forma ("idea") es deducida a priori en los términos de la razón práctica siendo incomprensible que el deber tenga sus fuentes, sus correspondencias en el plano empírico. De aquí también se sigue la universalidad (en el sentido, para todos los seres racionales) y el carácter necesario (sin transacción ni contratiempo que implique contingencia alguna) de la ley práctica.


lunes, 14 de abril de 2008

Imperativos hipotéticos e imperativos categóricos: notas acerca de la moral kantiana

Kant ya ha establecido, en las primera líneas de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres que no es posible pensar lo bueno sin más a no ser la buena voluntad, que no es buena por lo que pretende sino que es buena en sí misma. La buena voluntad no se funda en ningún tipo de interés que exceda el deber.
Como seres racionales somos capaces de representarnos, de darnos principios objetivos a nosotros mismos que no pueden ser sino deducidos apriorísticamente en los términos de la razón práctica. La representación de tales principios conforme a los cuales nos constreñimos se expresan en el mandato cuya forma es el imperativo (los que gramaticalmente se formulan como un debe ser). Si concebimos una voluntad divina estos imperativos no serían posibles: la buena voluntad coincide necesariamente con el deber ser de la ley.
Es preciso diferenciar ahora aquello que actúa como medio para lograr alguna otra cosa que aquello que se sustenta como bueno en sí mismo. Kant llamará imperativos hipotéticos al primer tipo e imperativos categóricos a los segundos. Los imperativos hipotéticos muestran qué condiciones (de los medios) tienen que darse para que podamos hacernos de ciertos fines posibles (a éstos los llama problemáticos-prácticos) o reales (asertóricos-prácticos) Es propio de las ciencias y de las técnicas proponerse la posibilidad de un fin: es así que el médico curará siguiendo ciertos procedimientos (imperativos de la habilidad). Por otro lado, se pude suponer un fin real, como ser la necesidad (natural) de alcanzar la felicidad (imperativos de sagacidad). Como señala Kant, en rigor éstos pueden reducirse a reglas de habilidad y consejos de sagacidad, reservando el carácter de ley de moralidad sólo a los imperativos categóricos.
Éstos, en cambio, son incondicionados, no se refieren a otro fin que el fin por sí mismo. El mandato excluye así otros propósitos, no estriba en limitaciones impuestas en el ámbito de las contingencias empíricas, sino que opera por fuera de la "lógica" de medios y fines. Y es por tanto que el mandato revela el carácter de necesidad incondicionada, y en tal sentido, se trata de un principio apodíctico-práctico. Este el rasgo fundamental que comparte con la ley práctica y es por ello el único imperativo que tiene que ver con la misma. Contra las inclinaciones que tienen ocurrencia dentro del ámbito fenoménico, es entonces el mandato universalmente válido para todos los seres racionales finitos, a diferencia de los imperativos hipotéticos que se apoyan en las contingencias y en los aspectos parciales de la vida de los hombres (puesto que funcionan en ciertas situaciones y no en otras, para algunos hombres y no para otros)


jueves, 10 de abril de 2008

La areté aristotélica

Aristóteles define a la virtud (areté) como un “modo de ser selectivo” ¿Cómo nos comportamos respecto de las acciones? Este modo de ser elige entre las posibilidades de la acción un justo medio conforme al fin. El criterio de esta determinación no es otro que racional: se inscribe en la instancia de los juicios prácticos. Este justo medio es, justamente, un medio entre dos posiciones viciosas: el exceso y el defecto. La virtud correspondiente a ese justo medio es la dianoética phronesis: virtud intelectual que con frecuencia expone un tipo de modelo social, el hombre prudente: el justo medio es aquello que “decidiría el hombre prudente”.
Aquello que es un término medio o (como también dice) aquello que “tiende” a un medio no es una magnitud matematizable y objetiva, un promedio exacto entre el exceso y el defecto: es relativo a nosotros mismos. El justo medio es el coraje en una acción que pone por extremos el miedo por un lado y la audacia irracional por el otro: ni la temeridad ni la cobardía. Claro está que no toda acción tiene de suyo una areté: ni en la maldad ni en la envidia, ni en el robo ni en el homicidio, en todo lo malo en sí mismo, es posible encontrar el menor vestigio de virtud. En cambio en la acciones reputadas como decididamente buenas, el justo medio coincidirá con el extremo, de alguna manera, de la misma.


viernes, 4 de abril de 2008

Aristóteles y el placer y la vida feliz

Eudoxo puede reducir el bien supremo al placer. Y hay quienes hacen del placer algo "del todo malo". Ni en una ni en otra posición encontraremos a Aristóteles. No hace del placer algo que deba desecharse sin más: los hombres eligen lo agradable y evitan lo desagradable, claro está y la eudaimonía es el bien supremo. El placer no es elegible por sí mismo, sino que es adecuado cuando se añade a la buena acción. Pero no por esta añadidura se hace más preferible el bien. Es imposible el placer sin acción: el placer sigue a la acción y, en todo caso, la perfecciona, la intensifica. Así, hay un placer propio para cada tipo de actividad humana.

Pero no hay vida más feliz que la vida contemplativa. La edudaimonía del sabio es por cierto un estado “agradable” en sí mismo, y para la consideración de los dioses. No hay mejor lograda autosuficiencia que la del shopon. Ese bastarse a sí mismo una vez cumplidas las obligaciones materiales de la vida: no hay necesidad de otra cosa. La actividad del sabio está sustentada por toda una serie de situaciones concretas y precedentes ya resueltas. Este ocio es condición de posibilidad de esta inutilidad de la actividad teorética, que no se subordina a nada, como fin en sí mismo, nota principalísima de la autarquía del sabio.
La actividad de la “mejor parte del hombre”, la parte más divina que hay en nosotros no esta exenta de placer: éste se sigue de la actividad más feliz ejercida en el ocio, en la autosuficiencia de quien (el sabio) se basta a sí mismo: en cambio para el ejercicio de la virtud del justo es condición necesaria la interacción con “otros”.

martes, 1 de abril de 2008

Ens Realissimum

PROPOSICIÓN V
En el orden natural no pueden darse dos o más substancias de la misma naturaleza, o sea, con el mismo atributo.

Demostración: Si se diesen varias substancias distintas, deberían distinguirse entre sí, o en virtud de la diversidad de sus atributos, o en virtud de la diversidad de sus afecciones (por la Proposición anterior). Si se distinguiesen por la diversidad de sus atributos, tendrá que concederse que no hay sino una con el mismo atributo. Pero si se distinguiesen por la diversidad de sus afecciones, entonces, como es la substancia anterior por naturaleza a sus afecciones (por la Proposición 1), dejando, por consiguiente, aparte esas afecciones, y considerándola en sí, esto es (por la Definición 3 y el Axioma 6), considerándola en verdad, no podrá ser pensada como distinta de otra, esto es (por la Proposición precedente), no podrán darse varias, sino sólo una. Q.E.D.

¿La casa de Spinoza?